A la laicicidad hay que defenderla de quien quiere imponer la religión; también de quien busca una postura antirreligiosa.
Los diputados aprobaron añadir al Artículo 40 de la Constitución la palabra “laica” como otra de las características de la nación. Es una decisión que no admite desacuerdo y requiere ahora de la aprobación del Senado y de los congresos locales. La realidad, con todo, es que a partir del fin de la etapa armada de la Revolución no se ha vivido un Estado laico y sí en mucho uno jacobino.
Es tiempo que se viva la laicidad que algunos políticos e incluso académicos confunden con el jacobinismo y otros, los menos, con el ateísmo. Esto implica, ha sucedido, que el Estado asuma un tipo de “religiosidad” como ocurrió en los países del socialismo real, cierto que con distintos niveles de intensidad.
El Estado laico exige que él no profese religión alguna para dar lugar a que todas puedan expresarse en igualdad de circunstancias; de este derecho no sólo gozan los ciudadanos, sino también las iglesias. Se garantiza así la libertad de creer o no creer y también de religión y culto.
La existencia del Estado laico evita, no todos sus defensores lo tienen claro, ser antirreligioso. Todo tipo de intolerancia conduce al totalitarismo. Cuando el Estado o un grupo de sus ciudadanos e instituciones quieren imponer a los demás sus posiciones, se violenta, sin más, la libertad.
La democracia y el respeto a pensar y creer son una misma cosa. No hay democracia sin la libertad de creencias, de religión y culto. El pensar como se quiera, siempre en el marco de la ley, es un derecho irrenunciable. El Estado laico, es su obligación, garantiza la inclusión de todos sin importar sus creencias y credo.
El Estado laico hay que defenderlo de los que quieren imponer la religión, pero también de quienes pretenden que éste asuma una postura antirreligiosa. Ni una ni otra y sí el respeto absoluto a las creencias de todos.
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